El colibrí que no sabía quedarse quieto.
De niño me impresionaban las cosas pequeñas que parecían llevar una fuerza desproporcionada. Recuerdo haberme quedado largo rato observando un colibrí que revoloteaba cerca de una flor. Lo curioso no era solo su velocidad, sino su terquedad. Pasaba de una flor a otra sin detenerse, incluso cuando no había nada que recolectar. Parecía vivir en un apuro constante, como si no tuviera permitido descansar.
Años después, ese recuerdo regresó a mi mente una tarde en la que sentí que estaba haciendo muchas cosas al mismo tiempo pero sin avanzar en nada. Cambiaba de tarea, de idea, de conversación, sin pausa. Me mantenía ocupado, pero no me sentía satisfecho. Algo dentro de mí se movía tanto como el colibrí de mi infancia, pero no lograba encontrar el momento para aterrizar.
Investigué un poco más sobre estas pequeñas aves y me sorprendió saber que, a pesar de su agilidad y belleza, tienen una vida corta y desgastante. Su corazón late a una velocidad vertiginosa. Su cuerpo quema energía a un ritmo que requiere alimentarse constantemente. Y sin embargo, su mayor talento, ese vuelo suspendido que tanto fascina, también es su mayor carga. No pueden sostenerlo por mucho tiempo sin pagar un alto precio.
Reflexioné entonces sobre esa parte mía que también ha vivido con las alas agitadas. Esa que cree que si se detiene, algo importante se perderá. Pero la verdad es que, igual que el colibrí, ningún cuerpo ni mente puede sostenerse en el aire para siempre sin agotarse.
A veces, la vida no necesita velocidad, sino profundidad. No nos pide hacerlo todo, sino hacer lo que importa. No nos exige estar siempre en movimiento, sino saber cuándo es momento de posarse, observar y simplemente respirar.
En una sociedad que aplaude la productividad constante, detenerse parece un lujo. Pero no lo es. Es una necesidad vital. Aquel colibrí me enseñó, sin quererlo, que la belleza del vuelo no está en cuán rápido puedes ir, sino en saber cuándo detenerte para nutrirte y continuar.
Gracias por llegar hasta aquí. Si esta historia te tocó de alguna manera, compártela con alguien que también necesite recordar que detenerse no es rendirse. Y vuelve mañana, cada día hay un mensaje nuevo que puede hablarte justo en el momento preciso.